domingo, 25 de noviembre de 2012

Fin del mundo.

Recientemente nos han albergado el temor de que el fin del mundo pudiera producirse antes de terminar el año. Y es que ésta es una de las pesadillas sobre la que el ser humano ha profetizado durante siglos. Cansada de que siempre nos infundan ese miedo atroz, esta mañana llené mi mochila de interrogantes y me aventuré a hacerle una visita al mundo, esa bolita tan hermosa que flota alrededor del Sol, para que disipara mis dudas.

Desde el principio me manifestó que estaba molesto de que vaticinasen su muerte cuando ni él mismo sabe su fin. Su mayor temor son los meteoritos que pasan rozando a su alrededor. Aún recuerda el pavor de aquella vez en la que uno impactó sobre él borrando del planeta a los dinosaurius y a muchos otros grupos de seres vivos. Le inquieta que algún día vuelva a repetirse, tal como recientemente le ocurrió a Júpiter. Debido a sus dimensiones gigantescas y a su tenue sistema de anillos, es a ese planeta al que más envidia tiene. Me quedé patidifusa cuando me comentó que de haber impactado aquí, ¡hubiese supuesto nuestra destrucción!

Existen especulaciones acerca de que el fin del mundo vendrá de la mano de los alienígenas. No me quiso soplar si existe una civilización extraterreste, ni si es hostil o pacífica, pero no cree que ese fin sea plausible, ya que de recibir una visita de esos seres, significaría que gozarían de una capacidad tecnológica tan compleja como para no precisar nada de otros planetas, y su visita se reduciría a una mera indagación.

No son pocos los que dan al fin del mundo una interpretación religiosa. Consideran que algo tan perfectamente creado tiene que ser producto de una idea divina, haber un diseñador superior, un Dios, y que es ese Creador quien vendrá y dará por finalizado el mundo, es lo que denominan "juicio final". Lo único que me declaró es que jamás lo ha visto, pero que si por un casual existe, y decide poner fin, alguna razón habrá encontrado para ello. Es al único fin al que no tiene miedo, porque sabe que será un fin sin sufrimiento.

Está muy disgustado con el ser humano que crea destrucción a cada paso, me dijo que somos capaces de devastar en poco tiempo lo que a la naturaleza le ha costado miles de años engendrar. La codicia, el odio, la envidia, la ineptitud y otros sentimientos similares que anidan en el ser humano amagan con arruinar por completo al planeta, convirtiéndolo en algo gris. Me quedé absorta cuando declaró que el fin de la humanidad lo estaba provocando la especie humana agónicamente. Me enumeró algunos de los responsables de esa agonía: el calentamiento de la atmósfera, la deforestación, la contaminación, el cambio climático y la extinción de la fauna, entre otros. Si seguimos ensuciando nuestro propio hábitat, la humanidad está acabada, ¡tenemos que espabilar! A veces le entran ganas de castigarnos y dejar de dar vueltas, como consecuencia todos saldríamos despedidos como balas, sin embargo, no lo hará, ¡no tiene tanto odio cómo nosotros!

Ya agotados todos los interrogantes que llevaba en la mochila, apuré para confesarle que cuando era una cría imaginaba un fin del mundo provocado por un gran fuego. Al mencionarle el fuego, se acordó de esa estrellita ardiente llamada Sol con la que interactúa ocasionalmente. Aprovechó para decir que un cambio en la actividad solar también podría acarrear el fin de la humanidad.

Finalmente, dispuesta a marchar, llené la mochila con todas las respuestas recibidas, pero antes bromeé con él, porque no sabía cómo podía dar tantas vueltas y no marearse, yo con cuatro giros seguidos sobre mí misma, ¡ya estoy en el suelo!

Una vez en casa, analicé todo y llegué a la conclusión de que el fin del mundo no es predicible, nadie puede asegurar de antemano cuándo o cómo tendrá lugar, porque aquí entra en juego el futuro, y como bien sabemos, el futuro se caracteriza por la incertidumbre. Así que lo más seguro es que el fin del mundo nos pille despeinados.




Os dejo con una frase, que siempre me ha gustado, sacada de una carta que envió en 1854 un jefe indio al presidente norteamericano Franklin Pierce donde le respondía a la oferta de comprarle las tierras: La tierra no pertenece al hombre, el hombre pertecene a la tierra.

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